Fuerte la preguntita, ¿vea?
Tengo ya casi 10 años de dar clases y la pregunta seguía
asaltándome. Era lógico, yo que siempre critiqué a Paulo Coelho. Conste que he
reconocido ante mis alumnos y alumnas que él ha encontrado la fórmula. Es
decir, no satanizo del todo al tipo. Encontró la fórmula para vender. Eso no se
le quita.
No crean que yo no me he preguntado qué hizo Shakespeare para
que con Hamlet me quedara pegada a su
historia a tal grado que Góchez tuvo, literalmente, esperar a que
terminara segundos antes para entregarme el control de lectura de dicho libro. Estaba
renuente a leerla, pero cuando lo hice (horas antes del control) no pude
soltarlo, no pude.
Puede ser que Don Paquito (ah, Don Paquito, usted restauró
la fe de su servidora en la lectura, en serio. Fue volver a nacer en letras
sencillas) tuviera razón al decirnos en su clases que la lectura DEBE atrapar
en tanto que sus personajes sean lo suficientemente creíbles. Que uno los ame,
los odie, los cuestione, lo crea reales. La clave, entonces, estaría en que el
autor/a esté lo suficientemente dotado de una fotografía de quien va a desenrollar
la trama. Y que a sus lectores se nos haya concedido la capacidad de recepción tal
cual: rostro, gestos, voz, sus movimientos corporales, fisiología, sicología. Que
toda la kinésica que el autor pensó llegue hasta este lado de una forma vívida.
Puede ser.
O por otro lado, Manuel también nos contaba en Prácticas Discursivas
que una buena historia TIENE que poseer esos puntos de quiebres que asusten,
despisten, sorprendan, cuestionen, flexibilicen en nuestra mente el “Puede ser
que”. Los puntos de quiebre son esas inflexiones en las historias que
arrancaban en el “Había una vez” y cedían hasta el “Fueron felices para siempre”
que nos tenían acostumbrados de los cuentos infantiles. Es cuando ¡Zas! El mayordomo
no tenía la culpa del asesinato, ni la Soraya terminaba en el manicomio o quemada (Remítome
a la trilogía de las María de Thalía donde la Soraya – que siempre era la mala, muy mala-
terminaba únicamente en esos dos finales) o los estaunidences eliminaban a los extraterrestres
con el despliegue de sus más primitivas armas. No, rompía con eso y más. Los
puntos de quiebre provocan que la historia dé vuelta, el giro que esperábamos. Puede
ser.
A veces pensé que la majestuosidad radicaba en lo que hacía
Saramago y sus juego de voces. Su violación a la puntuación, pero que igual, uno
mentalmente puntuaba. Él nos obligaba a puntuar por el ritmo. Él era ese genio
que se daba el lujo. Que Cortázar decía que los autores astutos provocaban a la
lengua, la tergiversaban. También la genialidad podría radicar en que su: “Apenas
él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en
hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él
procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y
tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las
arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar
tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas
fílulas de cariaconcia” resultara tan familiar. Talvez aquí radicaba lo bueno.
Puede ser. Quizás la genialidad radiaba en la portada y contraportada, en
las ilustraciones, en el tipo de letra. Puede ser.
Pero, sorprendentemente, la respuesta me llegó como
iluminación divina en las palabras de Ivón Rivera, compañera y amiga, que dijo
certeramente que un libro (para el caso Millenim 2) le provocaba miedo. Aquí sí
es.
¿En el miedo radicaba la genialidad de un texto? Sí,
sencillo y complejo a la vez. El miedo, dicen por ahí, es bueno; entonces
apliquémoslo. El miedo es bueno porque significa que tenés algo que perder, según
la jerga popular. Sí, es esa sensación de que la historia acaba. Además, aquí le cabe cualquier autor o autora.
Entonces, desde este momento, respondo con certeza a ¿Cuándo
un libro es bueno? Cuando tenés miedo a terminarlo y no saber qué hacer con
tanta libertad. Eso es.